El Ritual Sacramental de la Horda comenzó, cuando el emisario Orador se puso de pie, y se dirigió hacia el altar. Allí, se encontraba el libro que contenía las sagradas escrituras (mismo que, estaba recubierto y cosido con piel humana, ya desgastada por el tiempo).
El Orador, había tomado el libro... ¡Y mostrándolo a todos, lo besó!
Volvíendo a colocar la reliquia, en el pedestal; lo abrió, para buscar entre sus páginas polvorientas, el capítulo de la salvación. Y mientras lo leía en vos alta, alzando su manos, profetizaba sobre la redención.
¡Todos los clanes se inclinaban ante los ojos de los Dioses!
Volvíendo a recurrir a las páginas amarillentas, el Orador, buscó aquel capítulo, que contenía las palabras indicadas sobre los sacrificios. Luego, se dirigió hacia el centro del estrado, justo delante de los siete prisioneros, amarrados a los maderos.
Y dirigiendo su mirada hacia sus dos compañeros; sacó detrás de su cintura, una daga filosa (envuelta en un trozo de tela roja percudida).
Fue entonces, cuando extendió su mano derecha, para realizarse un pequeño corte en el antebrazo. La sangre, comenzó a caer gota a gota, desparramandose por el suelo. Y mientras se drenava, el emisario Verdugo se aproximó al Orador. Éste, se puso de rodillas frente a él; para recibir en su frente, la marca de los Dioses. Y con dicho emblema aún fresco, empezó a dar vueltas en circulos, rodeando a los reos. Lo hacía, mientras iba recitando parte de las sagradas escrituras. Y de un momento a otro, sacó de su espalda, un hacha enorme (manchada y recubierta de sangre vieja, con algunas partes oxidada... con un filo que podía atravesar cualquier cosa).
Yacía dando vueltas, mientras ostentaba su devoción por su arma y por los Dioses.
A lo que el Orador, extendió su otro brazo, y procedió a volver a realizarse otro pequeño corte con la daga... ¡Salpicando más de su sangre!
De la izquierda, se acercó el emisario Pastor, para volver a repetir el acto anterior. Puesto que, se arrodilló, y fue marcado con el símbolo nuevamente; procedió a dar vueltas, pero en sentido contrario al Verdugo. Y mientras predicaba, sobre el origen de los clanes, desenfundó su lanza, y la levantó para que todos los presentes, contemplaran su majestuosidad.
[...]
Una vez finalizado, con el rito de las escrituras, la tríada divina, debía de llevar a cabo los sacrificios correspondientes.
De ahí en más, la situación comenzó a ponerse tensa; el sudor frío de los prisioneros recorría sus cuerpos amarrados, y el miedo se expandió rápidamente.
Por su parte, la tríada, se inclinó para hacerle reverencia a los Dioses una última vez; marcando con sangre, a cada uno de los condenados.
Para ello, harían uso de los sellos (guardados en un pequeño cajón de madera antigua, justo detrás del altar); éstos, indicaban los castigos que se debían de llevar a cabo según el delito que se había cometido. Siendo éstos: (el sello del pecado, el sello de la tortura y el sello de la traición).
[...]
Cuando terminaron de marcar a los reos, el Verdugo, realizó un gesto con su cabeza, mandando a llamar a los guerreros de la Horda.
Entonces, empezaron a aparecer con sus diferentes herramientas de torturas... asustando a los prisioneros, para sembrar más miedo del que ya existía. A causa de esto, el Pastor, terminó por dirigirse, hacia el lugar donde se encontraba el clan de los Antropófagos; posicionándose, junto al líder del clan, para hacerlo partícipe de lo que se venía.
¡El sacrificio qué, pondría contento a los Dioses, estaba por iniciar!
Y el Verdugo, con su hacha en manos, estaba preparado para castigar a todos los subterrestres que se atrevieron a pecar.
[...]
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